El milagro de Ellis
A eso de las cuatro y media de la tarde del día ocho de diciembre ya había finalizado el torneo Melé 2021. El mítico estadio Baldiri Aleu quedó en silencio después de cinco jornadas de exigente competición. Las gradas vacías aún reverberaban el gran afecto con el que la gente de la Santboiana nos acogió, nos cuidó, nos agasajó.
Nuestros chicos andaban por allí esperando el autobús que los llevaría al aeropuerto. Desde que presenciaron la final de sub14, que soñaron jugar, pero no pudieron, entre el UES y el BUC, habían comido lo que el entrenador no les dejó cuando tenían partido, se habían placado entre ellos y se habían tumbado al sol para hablar de lo que hablan los chicos de doce y trece años. Una pelota redonda, de esas que no son de rugby, llamó su atención y se dirigieron hacia ella. Pertenecía a otros chicos de la misma edad, pero de una talla, física y deportiva, descomunal: los jugadores de la Santboiana.
Ante un recinto abarrotado, la escuadra sub14 del equipo catalán había ganado con enorme merecimiento el título de campeón del Melé 2021. Lo lograron por su juego, por su carisma y porque querían darle a su público un regalo de centenario (qué maravillosa noticia para la familia del rugby). Y allí estaban, descalzos sobre el césped siendo desafiados por los de la C gótica. En nada, comenzó el partido de fútbol sin zapatos. Atrás quedaba el madrugón de nuestros jugadores para embarcar a tiempo en el avión, las derrotas acumuladas, los llantos, las horas de espera, la lucha sobre el campo dando lo mejor de sí para vencer, paradójicamente, sus propios miedos. Ahora, simplemente, jugaban al fútbol contra esos desconocidos titanes. Cual si fuera un William Webb Ellis, uno de los nuestros cogió el balón con la mano y todos los demás supieron enseguida qué hacer. Placajes, risas, hermandad del rugby.
—Oye, ¿cuándo os vais? —nos dijo de broma uno de los padres de los locales—, es que mi hijo dice que no se va hasta que no se vayan los sevillanos.
Así comenzó una de las tantas conversaciones de esos dos días que hablaban de fraternidad, de valores, de viejas glorias, de admiración mutua y respeto, de ganas de agradar, del valor de la derrota… y de butifarras, de esas benditas butifarras que no podíamos dejar de comer. Y del frío con rachas de viento desagradable que hacía en la provincia de Barcelona.
Los chicos se despidieron como si se fueran a ver mañana y pasado mañana y se hubieran visto ayer y antes de ayer. Por el camino de vuelta alguno iba diciendo “son grandes, pero qué buena gente son”, “me hubiera encantado jugar la final contra ellos aunque nos ganaran 100-0. Me gusta jugar con los buenos.”
El torneo Melé supuso para nuestra familia científica una galería de espejos en el que mirarse a sí misma y aprender de los otros desde infinitas perspectivas, aunque todas ellas acaban en el vértice donde todas empiezan: el amor al juego y la amistad con el otro.
Luis Flores


